Tiago Fonseca había llegado al puerto de Lisboa una madrugada de Diciembre de 1974. Llegó solo y en silencio, porque la pobreza no llora, la pobreza no tiene voz. El único ruido procedía del aparato ortopédico, que llevaba a causa de la poliomielitis. Tan solo llevaba unas pocas monedas que su madre había asegurado con imperdibles por dentro de la faldiquera. Al recordar a su madre oyó el ruido sordo del hambre en sus tripas. No había podido despedirse de ninguno de los suyos. No llevaba ninguna foto consigo, ni siquiera de Rita, no se puede ser más pobre, y una sola lágrima recorrió su cara desde el ojo hasta el mentón para acabar cayendo al mar.
En el otro bolsillo, un papel arrugado que debería mostrar al guarda de una vieja fábrica de sacos. Su tío, le aseguró que encontraría trabajo, que el hijo del dueño había sido simpatizante del Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA) y que le debía algunos favores.
Recordó lo que su padre le hizo memorizar la noche antes de su desaparición. Hijo mío, es en las ocasiones de mayor apuro cuando el espíritu da la auténtica medida de su grandeza. Se puso en marcha con el aire ausente de quien ya no espera otra vida. Después de dejar toda su vida en Lobito, no se sintió con derecho a desanimarse ante el esfuerzo de una caminata, por más larga que fuera. No sabría decir con exactitud el tiempo que pasó caminando. Aunque los relojes quieran convencernos de lo contrario, el tiempo nunca es igual para todos.
Para anunciar el comienzo de algo, solemos referirnos al primer día, cuando es en realidad la primera noche la que verdaderamente marcará nuestro destino. La noche que anunciaba la nueva vida, duró 40 años.
El primer año compartió casa y trabajo con el otro vigilante, que se marchó en cuanto le enseñó todo lo referente al oficio. La soledad, le decía, nunca es buena compañía, las grandes tristezas y los grandes errores resultan casi siempre de estar solo en la vida, aléjate de la memoria de nuestros fracasos. Nunca le hizo caso.
Toda la fábrica estaba rodeada de un muro blanco. El patrón lo consideraba símbolo de higiene y decoro. Era su acometido principal mantener impoluto ese muro para no dar alas al olvido. Lo mejor será ceñirse estrictamente a la disciplina del método. Así pues cada noche recorría con cubo de pintura y brocha en mano todas las instalaciones por fuera. Las manchas de humedad le distraían con sus formas abstractas y las miraba ensimismado antes de aniquilarlas. El muro que miraba a la pequeña carretera le daba trabajo extra, por ser el elegido por todos los muchachos que se apostaban impacientes a la espera de la salida de las trabajadoras de la fábrica de conservas, dejando ineludiblemente las marcas de sus zapatos a una altura incómoda para su limpieza. En el lado oeste, por ser el más oscuro, las marcas de apagar los cigarrillos los amantes impetuosos a la espera de satisfacer sus deseos, los más sublimes y los más perversos. Pañuelos pegajosos y condones en el suelo, todos los lunes por la mañana. Imaginaba el ruido que harían los gemidos, mezclados con los suspiros del viento mientras daba orden en el muro, al mundo.
En el este, por estar cerca de un grupo de pequeñas casas de los propios trabajadores de la fábrica, y cerca de un parque, corazones de tiza, y flechas y pintadas de promesas eternas de amor verdadero. Conocía a los dueños de todos los nombres que borraba. Alguna vez se permitió pensar si volvería a encontrar el amor.
Y así, lo que a él le parecieron infinitas noches en blanco. Aprendió a vivir con la oscuridad de fuera, como a vivir con la oscuridad de dentro.
Sintió una contracción súbita en la boca del estómago, al comprender que los vivos pueden esperar, los muertos no.
Decidió marcharse antes de le que le echaran y volver a Angola. La fábrica no supo o no pudo reponerse a su ausencia o quizá al implacable avance de las consecuencias del capitalismo, y el muro blanco, sucumbió a la idea del caos negro zurrapa, como registro único del universo.